“La emoción por la emoción misma es el propósito del arte y la emoción para la acción es el propósito de la vida y de esa organización práctica de la vida que llamamos sociedad. La sociedad, que es el principio y el fundamento de la moral, existe tan sólo para la concentración de energía humana, y con el fin de asegurar su propia continuidad y su saludable estabilidad exige –sin duda, justificadamente– a cada uno de sus ciudadanos que contribuya con alguna forma de actividad productiva al bien común, y que con mucho esfuerzo y penalidades realice el trabajo diario. La sociedad perdona a menudo al delincuente; jamás perdona al soñador. Las hermosas y estériles emociones que el arte nos provoca son odiosas a sus ojos, y la gente está tan dominada por la tiranía de este atroz ideal social que siempre se le acercan a uno en las inauguraciones o en otros lugares públicos preguntando con voz estentórea “¿Qué hace usted?”, cuando “¿qué piensa usted?” es la única pregunta que se le debería permitir a un ser civilizado susurrarle a otro. Tienen buena intención, sin duda, esas gentes honestas y optimistas. Tal vez por eso son tan extraordinariamente aburridos. Pero alguien debería enseñarles que mientras, en opinión de la sociedad, la contemplación es el pecado más grave del que un ciudadano puede ser culpable, para la alta cultura es la ocupación propia del hombre.

Reformarse es un proceso mucho más doloroso que recibir un castigo, es de hecho la manifestación más acentuada y moral del castigo –un hecho que explica nuestro completo fracaso como comunidad a la hora de regenerar a ese interesante fenómeno que denominamos el delincuente incorregible.”