La otra noche iba a hacer la fregada de los platos y cacharros utilizados para la cena, cuando al abrir el grifo me encuentro con que no salta el calentador… y era una de esas noches frías de hace unos días, ¡¡brrr!!

Así que llame a mi media costilla y le dije que si podía abrir un grifo del baño a ver si era una cuestión de presión. Ni por esas… y el clic, clic, clic, sonando como si fuera a encenderse. Por fin cambió la pila y el calentador saltó. Mis manos estaban frías como témpanos y la fregada ya estaba a mitad, por fin empecé a disfrutar del agua caliente y me relajé.

Fue al relajarme cuando me di cuenta de lo que dependemos de nuestras comodidades y de lo maravilloso que es el progreso. De cómo parece mentira que abras un grifo y salga el agua a la temperatura que quieres, o haces clic en un interruptor se encienda la luz, por no hablar de hacer doble clic con el ratón e iniciar un chat de voz con un amigo tuyo de viaje por Irán. Increible.

Lo malo es que esa confortabilidad y ese “progreso” me hace sentir culpable a veces de las situaciones que viven otros, en principio, menos favorecidos. Y es entonces cuando me pregunto si no deberíamos limitar el progreso, dejar de estudiar con tanto ahínco lo que hay ahí fuera, dejar de participar en una carrera sin fin, dejarnos de lujos y conformarnos con mantener este nivel de confortabilidad y tratar de extenderlo a toda la humanidad, estudiando en cambio la manera de que el consumo de recursos sea sostenible y de que todos podamos vivir en paz y armonía y con cierta comodidad, aunque no sea con un “lujo asiático”.

¿Deberíamos limitar el progreso y poner “tope” a las comodidades, a cambio de que eso revirtiera en que las mismas alcanzaran a más personas? ¿De que el ahorro que pudiera suponer, se reinvirtiera en ayudar a otros para los que esos progresos son aún ciencia ficción o, incluso, una burla?