… es vivir la propia vida como una obra de arte, es un vivir desde lo que clásicamente se denomina el arte de saber vivir.
Vivir poéticamente es vivir desde la atención: constituirse en un sólido bloque sensorial, psíquico y espiritual de atención ante toda la dinámica existencial de la propia vida, ante la expresividad del mundo, ante la sinfonía de detalles cotidianos en los que esa expresividad se concreta (ello implica un refinamiento orquestal de la vida de nuestros sentidos y un esfuerzo consciente por aquilatar nuestra percepción de los objetos que pueblan nuestro entorno).
La atención esta orgánicamente entrelazada con el evento físico, psíquico y espiritual de estar −consciente−. En una palabra, con el despertar. Una milenaria tradición religiosa identifica el despertar, el hecho de estar despierto, con el arranque mismo de la vida del espíritu. Tanto el budismo como el cristianismo son enfáticos en señalar el estado de vigilia como el símbolo más adecuado de ese momento existencial en el que se inicia, para el hombre, la aventura de la conciencia. Todo consiste en despertar para siempre de la somnolencia maquinal y gregaria dentro de la cual pernocta la mayoría de los seres humanos.
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Vivir poéticamente es también vivir a la espera del momento inspirador, del instante denso, del minuto pletórico de vida en el que se rasgan los velos del entendimiento y accedemos a un estado cualitativamente superior de conciencia.
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Vivir poéticamente es vivir la cotidianidad no como mero tiempo intercambiable y mecánico, sino como mistagogia, es decir como introducción paulatina y autopedagógica en el misterio.